MI OTRO PRÓJIMO

Mi otro prójimo

Fernando Vallejo

 (Control + Tecla +)

Durante la segunda mitad del siglo XVIII y las dos primeras décadas del XIX Maupertuis, Lamarck y Erasmus Darwin empezaron a hablar de lo que hoy conocemos como la teoría de la evolución: que todos los seres vivos, sin excluir al hombre, están emparentados por provenir de antepasados comunes, y en última instancia de un solo antepasado común, la primera célula que dio origen a toda la vida que ha existido y existe hoy sobre la Tierra. En 1859 Charles Darwin (nieto de Erasmus) publicó El origen de las especies para tratar de explicar cómo se origina una especie de otra, el fenómeno de la “especiación”, que es un aspecto de la evolución pero no toda la evolución, y postuló para ello el mecanismo de “la selección natural” o “supervivencia del más apto”, el cual a mi modo de ver no pasa de ser una perogrullada o tautología, una explicación que no explica nada: como Dios, ni más ni menos, con quien tratamos de explicar lo que no entendemos, aunque sin lograr entenderlo a Él. Pero en fin, repleto de datos de botánica y zoología, El origen de las especies daba la impresión de ser un libro muy científico y su aparición marcó el triunfo de la teoría entera de la evolución, que es lo que importa. Y es que la evolución biológica es una realidad manifiesta. Compárese usted con un perro y verá: usted y él tienen dos ojos, dos oídos, una nariz con dos orificios nasales, boca u hocico con dos hileras de dientes, un sistema circulatorio con venas y arterias y sangre roja con hemoglobina, pulmones para respirar, un sistema digestivo que procesa los alimentos y los excreta, etcétera. Y sobre todo, que es lo que cuenta para la tesis que voy a sostener aquí, un sistema nervioso con el que usted y el perro sienten el dolor, el hambre, la sed, la angustia, la alegría, el miedo... Un sistema nervioso que es el que produce el alma.

 

Y dejando al perro, compare ahora a su mujer con la hembra del chimpancé y verá que los ciclos reproductivos de ambas son casi iguales y que usted está casado con una casi igual, una semisimia parlante que produce óvulos, tiene menstruación, es fecundada en el coito a través de una vagina y pare después de varios meses de gestación por el mismo orificio por el que la inseminaron. Y ponga a una simia y a su mujer a levantar sendas piedras a ver. Míreles las manos. ¿No se le hacen muy eficaces, muy expresivas, muy parecidas por no decir que iguales? Y míreles las caras, la expresión de las caras. Y por si le quedan dudas, tenga presente lo que nos enseñan la citología respecto al cariotipo y la biología molecular respecto al genoma: el chimpancé, el gorila y el orangután, o sea los grandes simios, tienen 24 pares de cromosomas; el hombre tiene 23, pero resulta que uno de los cromosomas nuestros está partido en dos en ellos, y los restantes 22 pares de cromosomas son iguales. En cuanto al genoma (o sea el conjunto de los genes que están en los cromosomas y que determinan quiénes somos, si fulanito de tal o zutanito, si blanco o negro, si perro o gato), el del hombre y los del gorila y el orangután coinciden en el 98 por ciento, y el del hombre y el del chimpancé en el99 por ciento. Así nos lo dice la última de las grandes ciencias biológicas, la biología molecular, la de Watson y Crick, la de Avrey, Kornberg, Spiegelman, etc. ¡Carambas! Si no estamos emparentados con los simios, los perros, los gatos, las vacas, las ratas y demás mamíferos (por no ir más allá de la clase Mammalia y ampliar nuestro parentesco al fílum de los vertebrados) tampoco entonces lo están los padres con los hijos, los hermanos con los hermanos, los primos con los primos...

 

Somos como los perros, los gatos, las vacas, las ratas... Lo que nos separa de ellos y de los restantes mamíferos frente a las coincidencias es insignificante. Hasta tenemos sus mismas enfermedades. Las ratas nos contagian la peste, pero del mismo modo nosotros se las contagiamos a ellas. Y a los perros les da diabetes, como a nosotros, y sobre todo si les sacamos el páncreas para ver si sí les da. Y les da cáncer, como a nosotros. Y envejecen, como nosotros. Y se mueren, como nosotros. ¿A qué entonces la pretensión bíblica de que el hombre es el rey de la creación? Acaso porque sólo el hombre ha desarrollado el lenguaje hablado, el de las palabras, en el que radica su portentosa capacidad de mentir. Nos designamos desde Linneo como el Homo sa­piens u hombre sabio pero no, somos el Homo mendax, el hombre mentiroso, la mentira es nuestra esencia.

 

Milenios le tomó al hombre desengañarse del cuento bíblico, redescubrir y aceptar lo que en un principio bien sabía (cuando vivía en las copas de los árboles como simio o cuando bajó de ahí a las sabanas de África como australopiteco u homínido y se enderezó y empezó a caminar en dos patas), que en esencia es un simple animal, una especie más entre los millones de especies animales que pueblan la Tierra. Para mediados del siglo XX ya a ningún científico le quedaban dudas de esto. El “creacionismo”, como se llamó a la teoría opuesta a la de la evolución y que sostiene que Dios creó todas las especies inmutables tal como aparecen en el presente y que unas no provienen de las otras, hoy no es más que un feo engaño del pasado.

 

¿Y por qué se tardó tanto el hombre en descubrir verdad tan obvia? Es que nacemos con dos ojos para ver y dos oídos para oír pero con una venda moral que nos impide sentir el dolor del prójimo, entendiendo por “prójimo” todo el que tenga un sistema nervioso para sentir y sufrir, así camine en cuatro patas. Unos pocos en el curso de sus vidas logran quitarsela venda pero la mayoría no, como nacieron se mueren, con el alma tapada, que es como vivieron y murieron Cristo y Mahoma, a cuyas religiones hoy pertenece más de la mitad del género humano: 3.400 millones. Y sin embargo ya en el siglo vii antes de nuestra era Zaratustra, quien acabó en Irán con los sacrificios de bueyes y fue el primer protector de los animales, lo había entendido muy bien. Como lo entendió un siglo después Mahavira, el fundador del jainismo, cuya norma básica es la de no infligir jamás el dolor a ninguna criatura viviente y cuyo ideal supremo era la muerte voluntaria por inanición, con la que se anticipó en más de milenio y medio a los cátaros. Fueron jainistas los primeros en fundar, en el siglo III antes de nuestra era, asilos para animales viejos y enfermos donde los alimentaban hasta la muerte.

 

Pero las religiones de Cristo y de Mahoma no surgieron de la nada: provienen de la de Yavé, el Dios local de los judíos que fue el que creó el mundo en seis días. Y claro, con semejantes prisas así le quedó: un engendro chapucero. Tan mal le quedó que al punto se arrepintió y nos mandó el diluvio. “Yavé vio que la maldad del hombre en la tierra era grande y que todos sus pensamientos tendían siempre al mal. Se arrepintió entonces de haberlo creado y se afligió su corazón. ‘Borraré —dijo— de la superficie de la tierra a la humanidad, y también a los animales, pues me pesa haberlos creado’ ” (Génesis, 6, 5). ¿Y por qué también a los animales? ¿Qué culpa tenían ellos de la maldad del hombre? ¿Por qué tenían que pagar ellos por nosotros? Oigan lo que dice el Levítico, el tercer libro de la Biblia:

“Si todo el pueblo de Israel ha pecado por ignorancia, en cuanto se dé cuenta de su pecado ofrecerá un novillo como sacrificio” (4, 13).

 

“Si el que peca es el sumo sacerdote, le ofrecerá a Yavé un novillo sin defecto” (4, 1).

 

“Si es un jefe, traerá como ofrenda un macho cabrío y lo degollará en el lugar de los holocaustos” (4, 22).

 

“Quien toca por inadvertencia inmundicias humanas o pronuncia un juramento insensato, como sacrificio de reparación le llevará a Yavé una hembra de oveja o de cabra y el sacerdote hará expiación por él” (5, 3).

 

“Si un hombre tiene relaciones con una esclava, le ofrecerá a Yavé como reparación un carnero” (19, 20).

 

“Si un hombre tiene relación sexual con un animal, morirán él y el animal. Y si una mujer se deja cubrir por un animal, los dos morirán también. Son responsables de su propia muerte” (18, 23 y 20, 15).

 

¡Carajo, yo jamás he visto a un pobre burro persiguiendo a una puta vieja para cubrirla!

 

Cada día, “ofrecidos en holocausto de calmante aroma para Yavé”, se le sacrificarán al exigente dos corderos de un año sin defecto, uno por la mañana y otro al atardecer; el sábado serán dos corderos; el primer día de cada mes, siete más un carnero; el día 14 del primer mes, lo mismo; y lo mismo el día de las primicias, “además de un macho cabrío para que expíe por ustedes” (Números, 28, 3 y siguientes). Y así se va haciendo la larga lista de los animales que hay que sacrificarle en tal día o en tal otro al despótico Señor del mundo, por lo uno, por lo otro, por lo otro. Porque a la mujer le vino la regla, porque dio a luz una niña... Cabras, tórtolas, vacas, chivos, corderos, carneros, ovejas, pichones van cayendo degollados o despanzurrados para después ser quemados en el altar del Monstruo.

 

De los libros de la Biblia, y de cuantos ha escrito el hombre en arcilla, en papiro, en pergamino, en papel, con ideogramas, jeroglíficos, caracteres cuneiformes o letras de alfabeto, el Levítico y Números, en los que Yavé le exige a su pueblo de carnívoros sacrificios de animales, son los más infames. Son el tercero y cuarto de esa colección de libros imbéciles y pérfidos que en el curso de medio milenio pergeñó el pueblo de Israel para justificar sus crímenes y sus guerras de conquista y para desgracia eterna de los hombres. Ni siquiera el libro de Josué es tan vil. En éste, el sexto del mamotreto, es donde está el famoso pasaje en que durante la batalla de los israelitas contra los amorreos Yavé detiene el sol en medio del cielo sobre Gabaón para que se tarde en ponerse, de suerte que Josué, su esbirro, pueda completar a cabalidad el exterminio de sus enemigos. En el curso de su campaña de guerra santa y tierra arrasada por las montañas, las planicies y las lomas de Canaan, la tierra prometida, que Josué recorre sin dejar vencido vivo, pasándolos a todos a cuchillo y asolándolo todo, el esbirro de Yavé ataca por sorpresa a los amoreos y los vence. “Y mientras los amorreos huían ante Israel y ya alcanzaban la bajada de Bet-Horón —anota el relato bíblico—, Yavé les lanzaba desde lo alto del cielo grandes piedras de hielo. Los que murieron golpeados por las piedras fueron más numerosos que los que cayeron bajo la espada de los israelitas”. ¡Qué imagen grotesca! El creador del mundo lanzándoles piedras desde lo alto del cielo, a mansalva y sobre seguro como cualquier rufián de baja ralea, a unos vencidos que huyen... Pero dos páginas después, cuando Josué emprende la conquista norte del país, el Monstruo se supera en infamia: “No les temas a tus enemigos —le dice a Josué— porque mañana a esta hora los entregaré heridos de muerte a Israel. Les cortarás entonces los jarretes a sus caballos y echarás al fuego sus carros” (Josué, 11, 6). Y así se hace, los derrotan sin dejar un solo sobreviviente, les cortan los jarretes a los caballos y echan al fuego los carros.

 

“Cuando alguien me presente una ofrenda de animales —le ordena Yavé a Moisés en el Levítico—, que sea de ganado mayor o menor. Sacrificarán el novillo delante de mí y los sacerdotes ofrecerán su sangre derramándola sobre el altar; desollarán la víctima, la despedazarán y ahí la quemarán; éste es el holocausto o sacrificio por el fuego, cuyo suave olor apacigua a Yavé. Si alguien me ofrece ganado menor, corderos o cabras, que sean también machos sin defecto: los sacrificarán en el lado norte del altar, derramarán su sangre alrededor y luego los despedazarán en porciones. Si el holocausto es de aves, que sean tórtolas o pichones: el sacerdote les retorcerá la cabeza y las quemará sobre el altar rociando antes con su sangre la pared. Éste es el holocausto o sacrificio por el fuego, cuyo suave olor apacigua a Yavé”. Y esta fórmula inicua, “cuyo suave olor apacigua a Yavé” se repite una y otra y otra vez como en un responso fúnebre y monstruoso en la letanía de los sacrificios de holocausto, de comunión, por el pecado, por la malicia y por todos los delitos del hombre, en que van cayendo degollados cabras, novillos, tórtolas, pichones, ovejas, corderos, carneros... Así que también Yavé tiene el sentido del olfato. Con razón dice el Génesis, empezando la Biblia, que Yavé “hizo al hombre a su imagen y semejanza”. ¿Se comerá también Yavé, y los excretará como el hombre, a los animales que le sacrifican? Manual de los carniceros, el Levítico se lo destinó Yavé a los levitas, los de la tribu de Leví, su preferida, a quienes eligió como sus sacerdotes y de quienes proviene la estirpe rezandera de curas, pastores, popes, rabinos y ayatolas que después de milenios siguen infectando al mundo.

 

La fuente de la que manan las tres religiones semíticas del judaísmo, el cristianismo y el mahometismo es la Biblia, un conjunto de libros escritos por incontables autores anónimos que a lo largo de medio milenio lo fueron reescribiendo, cambiando y comentando hasta lograr la maravilla que tenemos hoy: la palabra de Dios apresada en hebreo, griego, latín, inglés, castellano, etcétera, y donde Yavé, el Ser Supremo, cohonesta, autoriza y sanciona: la mentira, el engaño, el robo, el asalto, la esclavitud, el adulterio, la prostitución, el canibalismo, la intemperancia, la ignorancia, la arrogancia, la intolerancia, la tiranía, la brujería, la holgazanería, la embriaguez, la obscenidad, el asesinato, el fraude, las guerras de conquista, el atropello a niños y mujeres, los sacrificios de animales y la crueldad con ellos... Y qué sé yo, todo un catálogo de infamias. El incesto también, aunque ése es bueno, digo yo, ¿pues quién teniendo comida limpia y sana en su casa se va a comer a los restaurantes sucios de afuera? Y también la poligamia, aunque entendida como poliginia, o sea un hombre con varias mujeres, y nunca como poliandria, o sea una mujer con varios hombres, pues la Biblia es rabiosamente antifeminista. En tanto no se reproduzca y no haga daño, la mujer tiene derecho a cuantos hombres le plazca: diez, veinte, treinta, cien... Mientras no haya atropello ni reproducción el sexo es bueno con lo que sea: hombres, mujeres, perros y gatos. Madres con hijos, hijas con padres, hermanos con hermanas, hermanos con hermanos... El sexo despeja la cabeza y alegra el corazón. Lo malo de esa actividad tan encomiable es cuando el hombre, en contubernio con una mujer, la destina a la reproducción, a imponerle la existencia a un tercero que no la ha pedido y que está tranquilo en la paz de la nada. Nadie tiene derecho a reproducirse, imponer la vida es el crimen máximo.

 

Pero pasemos a Cristo para seguir con Mahoma. ¿Quién fue este buen hombre, incierto y lejano, que hace dos mil años fundó la religión que lleva su nombre, a la que hoy pertenecen dos mil millones y que tanta desgracia ha sembrado sobre la Tierra? Que nos lo describan, primero, sus palabras, que después seguimos con sus hechos.

 

“El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo desparrama” (Lucas, 11, 23).

 

“Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda? No he venido a traer la paz sino la espada. Y desde ahora habrá cinco en una casa divididos: tres contra dos y dos contra tres. Se dividirán el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra” (Lucas 12, 49 y Mateo 10, 34).

 

“Al que tiene se le dará, pero al que no tiene aun lo que tiene se le quitará. Y a esos enemigos míos que no quieren que yo reine, traédmelos y matadlos en mi presencia” (Lucas 19, 26).

 

“Yo he venido a este mundo para un juicio, para que los que no ven vean, y los que ven se queden ciegos” (Juan 9, 39).

 

“Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y a la esposa y a los hijos y a los hermanos y a las hermanas y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14, 26).

 

“Y si tu pie te escandaliza, córtatelo, y si tu ojo te escandaliza, sácatelo, que más vale entrar tuerto al Reino de los Cielos que ser arrojado con dos ojos al fuego del infierno” (Marcos 9, 45).

 

Hombre, éstas son frases de loco. Con razón Porfirio, el filósofo neoplátonico del siglo III, escribió un libro, Contra los cristianos, burlándose de semejantes cretinadas. El emperador cristiano Teodosio, un santurrón asesino del siglo V, ordenó quemar el libro, pero algunas de sus frases han llegado hasta nosotros, y por ellas compruebo, con emoción, que lo que a mí se me ocurre hoy leyendo los Evangelios ya se le había ocurrido a otro hace mil ochocientos años. Porfirio escribió también otro libro, Sobre la abstinencia de animales, en el que propone el vegetarianismo y sostiene que comer carne constituye un grave delito pues requiere dar muerte a seres inocentes que tienen vida, sensación, memoria e inteligencia como nosotros, y que están emparentados con nosotros, sin que el vínculo de parentesco se rompa por el hecho de que algunos sean feroces.

 

Que Porfirio haya escrito un libro defendiendo a los animales y otro atacando a los cristianos no se me hace casual. Aquí yo estoy haciendo lo mismo. Le dedico entonces este texto a su memoria. Porfirio, san Porfirio que estás en los cielos, aquí me tienes de tu lado en la pelea que casaste contra esa religión infame cuando aún no mostraba los colmillos, hace mil ochocientos años. ¡Huy! ¡Cuánta agua no ha arrastrado el río! No bien se montaron los cristianos en el carro del poder de Constantino gracias a sus intrigas zalameras, y de inmediato de perseguidos se convirtieron en perseguidores y de víctimas en victimarios. Entonces empezaron a quemar libros, y después de los libros pasaron a quemar herejes y brujas. En esa religión santurrona e hipócrita que denunció Porfirio estaba en germen el monstruo que andando los siglos habría de establecer el Índice de los libros prohibidos y de quemar a Giordano Bruno en una hoguera por obra de la institución más monstruosa que haya concebido la mente podrida del hombre, la Inquisición.

 

Pero volviendo a Cristo pasemos a sus hechos. Por ponerse a sacarle los “espíritus inmundos” de adentro a un endemoniado que estaba muy contento con ellos y pasárselos a una piara de cerdos, a los porqueros de Gerasa les hizo lanzar por una pendiente hacia el mar, donde se ahogaron, dos mil cerdos que se dicen rápido pero que el alucinado no les pagó porque ¿por qué? ¿Para eso no era pues el Hijo de Dios? (Mateo 5, 11).

Y en un ataque de ira sacó a latigazos a los mercaderes del templo porque estaban comerciando allí para ganarse la vida: “Mi casa será casa de oración, pero vosotros la habéis vuelto una cueva de ladrones” (Lucas 19, 45). Si no quería que los mercaderes comerciaran en el templo, ¿por qué no los hizo ricos y así no habrían tenido que trabajar? ¿No era pues el Hijo de Dios? Le hubiera pedido plata al Padre Eterno... Además los curas de Medellín, donde nací, ¿no venden pues empanadas en los atrios de las iglesias? ¿Por qué ellos sí pueden y los mercaderes no? ¿Y por qué resucitó a Lázaro, si la vida es un horror y él ya estaba tranquilo en la tumba? Lo hubiera dejado allí descansando en paz. Total, después Lázaro se tuvo que volver a morir. ¿O me van a venir ahora con el cuento, los telepredicadores gringos del Evangelio, de que Lázaro sigue vivo? Que me lo presenten a ver, para tomarme con él un tequila. Y ese expulsador de demonios y explotador de pobres y sacador de mercaderes a latigazos y resucitador de muertos ¿es el paradigma de lo humano, el ejemplo que todos tenemos que seguir? Que dizque le era más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos. ¡Claro, lo decía porque él era pobre, hijo de un carpintero! Si hubiera sido rico como Bush que se ganó su platica trabajando de sol a sol, ¡otro gallo nos cantara! En los Evangelios nunca se ve a Cristo dándoles de su plata a los pobres. Comiendo sí, como un gorrón, cuando lo invitan, y bebiendo. En las bodas de Caná convirtió el agua en vino para que se pudieran seguir emborrachando los borrachos. ¿Qué diría Mahoma de esto? ¿Mahoma, que no bebía ni dejaba beber? Para más soy yo que les di los cien mil dólares del premio Rómulo Gallegos que me dio Venezuela a los perros abandonados de Caracas. ¿Por qué no se ocupará de ellos el Padre Eterno que los hizo, y me echa encima toda la carga a mí que no tengo velas en ese entierro? “No deis las cosas santas a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas y revolviéndose os despedacen”, dice Mateo en su Evangelio. Pues a mí jamás los cerdos me han pisoteado ni despedazado con sus patas. Ceguera moral es pensar que un pobre cerdo, un animal indefenso, no merece respeto. En Colombia a los cerdos el día de la Navidad los acuchillan para celebrar la venida a este mundo del Niño Dios. Sus aullidos de dolor aún me siguen resonando en los oídos después de tantos y tantos años transcurridos. Es que ni la Iglesia católica, ni la ortodoxa, ni la protestante, ni los judíos, ni los musulmanes han respetado nunca a los animales.

 

“Serpientes, raza de víboras” les dice el Hijo de Dios a los escribas y fariseos en el capítulo 23 del Evangelio de Mateo, insultando con nombres de animales. Como Lenin. O como los Doctores y Padres de la Iglesia que vinieron luego y siguieron su ejemplo: san Atanasio llama a los arrianos “serpientes” y “escarabajos”. San Agustín llama a los donatistas “ranas” y a los judíos “víboras” y “lobos”. San Hilario de Poitiers dice que los judíos “no son hijos de Abraham sino de la estirpe de la serpiente”, y a los idólatras los llama “rebaño de reses” y “bandada de cuervos”. San Juan Crisóstomo considera a los judíos “peores que los cerdos, los machos cabríos y todos los lobos juntos”, a la sinagoga la llama “cubil de bestias inmundas” y a los herejes “perros que ladran”. San Efrén (que de niño mató a pedradas una vaca) llama a los judíos “lobos sanguinarios” y “cerdos inmundos”, a los partidarios de Marción “hijos de serpiente”, y a los seguidores de Mani “piara de cerdos”. San Jerónimo, el de la Vulgata, la traducción más famosa de la Biblia al latín, llama a los herejes “asnos de dos pies”, a Vigilantius “perro viviente”, a Lupicino “asno” y “perro corpulento de raza irlandesa bien cebado”, a Orígenes “cuervo” y “pajarraco negro como la pez” y a Rufino “escorpión”, “tortuga que gruñe” e “hidra de numerosas cabezas”. San Ambrosio juzgaba las opiniones de Joviniano “ladridos de perros”, y Teodoreto, obispo de Ciro, llama al patriarca Jorge de Capadocia “lobo”, “oso” y “pantera”. San Gregorio Nacianceno llama al emperador Juliano “cerdo que se revuelca en el fango”, san Efrén lo llama “lobo”, “cabrón” y “serpiente”, y Eusebio, el primer historiador de la Iglesia, lo llama “perro rabioso”, que es como san Ignacio de Antioquía llama a los cristianos que se le oponen, amén de “lobos que se fingen mansos”. San Pablo llama “perros” a los dirigentes de la comunidad cristiana de Jerusalén y poco más le faltó para incluir a san Pedro entre “los que orinan contra la pared” (perífrasis de Lutero en su traducción al alemán de la Biblia). Tertuliano llama a los herejes “lobos insaciables” y san Epifanio de Salamina “víboras de variadas especies”.

 

Termino la lista con el que la empezó y lo que responde en un pasaje del Evangelio de Lucas: “En aquel momento se acercaron unos fariseos diciéndole: ‘Sal de aquí y vete porque Herodes te quiere matar’. Y les respondió: ‘Id y decidle a ese zorro que yo hago curaciones y expulso demonios’ ”. ¡El Hijo de Dios llamando “zorro” a su prójimo! ¿Y qué tenía en contra de los zorros? ¿Acaso no los hizo él mismo, o mejor dicho su papá?

 

Y ahora, con la venia de los que vuelan torres, paso a Mahoma, esta máquina de infamias que ni de la reproducción se privó: seis hijos tuvo con Khadija, la viuda rica con que se casó, y otro con su concubina María la copta. Desde los 25 a los 45 años, este mercader taimado que habría de fundar la religión musulmana (pomposamente llamada el islam) se pasaba el mes santo encerrado en la caverna de Hera, en las inmediaciones de La Meca, esperando al ángel Gabriel, que le aterrizaba encima y le hacía “revelaciones”: que Alá, le decía, era grande, y que él era su Profeta. Y en el árabe más puro, el coránico, que en esos instantes mismos nacía limpísimo, intocado, libre de anacolutos y moscas y de todo excremento humano o de perro, el enviado de Alá el Clemente y Misericordioso le iba dictando a su Profeta los luminosos versículos de las justicieras suras del Corán:

 

“Si teméis no ser equitativos con los huérfanos, no os caséis más que con dos, tres o cuatro mujeres” (sura 4, versículo 3).

 

“En el reparto de los bienes entre vuestros hijos Alá os manda dar al varón la porción de dos hijas” (sura 2, versículo 12).

 

“Jamás le ha sido dado a un profeta hacer prisioneros sin haberlos degollado ni cometer grandes sacrificios en la tierra” (sura 8, versículo68).

 

“Felices son los creyentes que limitan sus goces a sus mujeres y a las esclavas que les procuran sus manos diestras” (sura 23, versículo 6).

 

“¿Hemos creado acaso ángeles hembras?” (sura 37, versícu­lo 150).

 

“Las peores bestias de la tierra ante Alá son los mudos y los sordos, que no entienden nada. Si Alá hubiese visto en ellos alguna buena disposición, les habría dado el oído. Pero si lo tuviesen, se extraviarían y se alejarían de él” (suras 8, 22 y 23).

Se diría la Biblia donde Yavé, en el Deuteronomio y el Éxodo, le dicta a Moisés los siguientes sabios preceptos que han de guiar a su pueblo:

“El que tenga los testículos aplastados o el pene mutilado no será admitido en la asamblea de Yavé. Ni tampoco el mestizo, hasta la décima generación” (Deuteronomio 23, 2).

 

“Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, a lo mejor después le encuentra algún defecto y ya no la quiere. En tal caso le expedirá un certificado de divorcio y la despedirá de su casa” (Deuteronomio, 24,1).

 

“Si compras un esclavo hebreo, te servirá seis años” (Éxodo 21, 2).

 

“Si el esclavo dice: ‘Estoy feliz con mi patrón’, éste le horadará la oreja con un punzón y el esclavo quedará a su servicio para siempre” (Éxodo 21, 5 y Deuteronomio 15, 16).

 

“Si un hombre golpea a su esclavo o a su esclava con un palo y lo mata, será reo de crimen. Mas si sobreviven uno o dos días, no se le culpará porque le pertenecían” (Éxodo 21, 18).

 

“Si un hombre hiere a su esclavo en el ojo dejándolo tuerto, le dará la libertad a cambio del ojo que le sacó” (Éxodo, 21, 26).

 

En crueldad y maldad, en antifeminismo y esclavismo, el Corán compite con la Biblia.

 

Muerta Khadija y dueño de su herencia, el flamante Profeta se entregó de lleno a la cópula con mujeres, y montándose a horcajadas en el monoteísmo poligínico se dio a propagarlo por el mundo con la espada. Llegó a ser el hombre más poderoso de la península arábiga, donde instaló su reino del terror y mató a millares. No obstante, el socarrón seguía recibiendo las visitas del ángel, que le hacía nuevas revelaciones: las que necesitara para justificar su lujuria rapaz y sanguinaria. Como en el aura de un ataque de epilepsia oía campanitas, entraba en trance y entonces se le aparecía su compinche alado y le dictaba, por ejemplo, el versículo 4 de la sura 33autorizándolo a disponer sin reparos de conciencia, como bien quisiera, de Zaynab, la bella joven esposa de su hijo Zaid, porque éste no era hijo propio sino adoptivo. Cuando sus bandidos de Medina asaltaron en el mes sagrado, en que la costumbre prohibía el derramamiento de sangre, una caravana que iba de La Meca a Siria y en el asalto mataron a uno, el iluminado volvió a oír campanitas y su Gabriel alcahueta le dictó el versículo 214 de la sura 2 para justificar el crimen: “A los que te interroguen sobre la guerra y la carnicería en el mes sagrado diles que es pecado grave, sí, pero que es mucho más grave apartarse de la senda de Alá y la idolatría”. Y tras de embolsarse la quinta parte del botín, el Profeta santo y noble cuyos secuaces hoy se sienten autorizados a volar torres con aviones y a matar en su nombre a cuantos se les atraviesen, aceptó cuarenta onzas de oro de rescate por cada prisionero.

 

Otro versículo de otra sura le dictó el ángel alcahueta para legalizarle su concubinato con María la copta, criada de su mujer Hafsa. Porque aparte de Khadija, Zaynab y Hafsa y las esclavas, que no cuentan, tuvo otras once mujeres legítimas (contabilizadas), entre las cuales Aisha, que tenía 9 años cuando él, de 53, la estupró. ¡Más pederasta que cura de la diócesis de Boston! Si hoy viviera, lo condecoraríamos en México con la cruz del padre Marcial Maciel y sus legionarios de Cristo. Parece que en esta ocasión el remilgado poligínico no necesitó de versículo especial: violó a Aisha y de paso se echó al bolsillo la voluntad de su padre, Abu Bakr, quien habría de sucederlo, una vez que Alá llamó a su seno a su Profeta, como primer califa. Cuando Aisha creció, con sentido del humor comentaba que cada vez que a su multicompartido marido se le presentaban problemas de conciencia, el Mensajero de Alá oía campanitas: venía el ángel Gabriel, le dictaba su versículo y santo remedio. Para males de conciencia no hay medicina mejor que un espíritu celeste del octavo coro.

 

Al poeta Abu Afak, del clan Khazrajite y de 100 años de edad, lo mandó asesinar mientras dormía por haberse atrevido a criticarlo en unos versos. Y por motivo igual mandó matar a la poetisa Asma bint Marwan, de la tribu de los Aws, a quien su esbirro Umayr ibn Adi, azuzado por él, fue a buscarla a su casa y allí, en momentos en que la joven amamantaba a su niño de pecho, la asesinó clavándole una espada. Al judío Kab ibn al Asharaf, que se atrevió a llorar en verso a unas víctimas del Profeta, el sanguinario también lo mandó matar, y cuando sus esbirros le echaron la cabeza de Kab a sus pies los alabó por sus buenas acciones en pro de la causa de Alá. A los judíos de la tribu de Nadir los expulsó de Medina para apoderarse de sus bienes y después los masacró, como masacró, en el 627, a los judíos del clan de los Qurayza, que tuvieron la temeridad de quedarse en la ciudad: a todos los hombres (entre 600 y 900) los ejecutó, y a las mujeres y a los niños los vendió como esclavos. Los crímenes, atrocidades y bellaquerías de esta máquina imparable de matar y fornicar dan para todo un compendio de la infamia: su biografía.

 

La Biblia y el Corán aprueban pues, explícitamente, la esclavitud. En cuanto a Cristo, al no desligarse de la ley antigua de la que dijo que no venía a abolirla sino a perfeccionarla, implícitamente la acepta. Y así, con la bendición de ambos libros y la aprobación tácita de Cristo, hubo en el mundo esclavitud declarada hasta mediados del siglo XIX aquí en Estados Unidos, país cristiano, y hasta mediados del siglo XX (si no es que hasta hoy subrepticiamente) en Arabia Saudí y Yemen, países mahometanos. Después de lo dicho, ¿se podrá esperar compasión para un cordero de parte de los secuaces de Alá y Mahoma, de Jehová y Moisés, de Dios y Cristo? Lo más que se puede pedir es que al Padre y al Hijo no les dé por comerse la paloma del Espíritu Santo, el Paráclito, porque entonces ahí sí va a ser el Armagedón. ¿Se imaginan un cónclave sin Espíritu Santo? ¿Quién va a inspirar a los purpurados? ¿Quién va a poner de acuerdo a los tonsurados? ¿Quién va a evitar el zafarrancho de los travestidos la próxima vez que se junten para elegirle pastor a la grey carnívora? Al Padre y al Hijo desde aquí les hago un comedido llamado: por el bien de la humanidad no se nos vayan a comer al Paráclito.

 

Autorizados por la Biblia, los Evangelios y el Corán, hoy dos mil millones de cristianos, mil cuatrocientos millones de musulmanes y diez millones de judíos se sienten con el derecho divino consagrado en el Génesis de disponer como a bien les plazca de los animales: de enjaularlos, de rajarlos, de cazarlos, de befarlos, de torturarlos, de acuchillarlos, en las granjas-fábricas, en los cotos de caza, en las plazas de toros, en los circos, en las galleras, en los mataderos, en los laboratorios y en las escuelas que practican la vivisección... “Dios es amor” dicen los protestantes. No. Dios es odio. Odio contra el hombre, odio contra los animales. E infames las tres religiones semíticas que invocan su nombre.

 

Cuando yo nací las gallinas y los pollos andaban sueltos por el campo buscando comida, picoteando, respirando a pulmón pleno el aire del planeta que a todos nos tocó. Hoy viven y mueren encerrados en las estrechas jaulas en que transcurren sus vidas, con los picos cortados, casi inmovilizados sobre las montañas de sus propios excrementos, bajo una luz artificial que suben y bajan sus dueños para engañarlos y que les produzcan más en carne y huevos, y sin ver nunca la luz del sol. A las gallinas y los pollos de mi infancia terminaban por retorcerles el pescuezo, pero el crimen sólo duraba unos instantes. Los pollos y las gallinas de hoy, en cambio, viven un largo infierno que sólo se termina con su muerte. Tomás de Aquino, el ser más repugnante y depravado que ha parido el cristianismo (por sobre Pablo de Tarso y Agustín de Hipona), aceptaba que los animales tenían alma, pero no inmortal como la nuestra, lo cual nos confería el derecho de hacer con ellos cuanto se nos antojara. De la orden dominica, inquisidora, la de Domingo de Guzmán que se habría de entregar en cuerpo y alma a degollar cátaros y a quemar brujas y herejes en hogueras, Tomás de Aquino era un barrigón glotón. Para tenerlo más cerca cuando lo invitara a comer, el papa Urbano iv le hizo abrir a su mesa un semicírculo, de suerte que su voluminoso huésped se acomodara allí y no le quedara tan lejos y pudiera oírlo. El gordo Aquino iba procesando entonces en sus tripas corderitos y faisanes que, condimentados con las abstrusas categorías aristotélicas que aprendió de su maestro Alberto Magno, le salían por el sieso convertidos en excremento sólido, y por la mansarda de arriba en escolástica, que es espíritu sutil. “El que mata al buey ajeno —decía en su excrementicia Suma teológica— no peca porque mata al buey, sino porque perjudica al dueño”. Y he aquí la opinión de Agustín de Hipona, el hijo de santa Mónica la borracha o biberona, en latín: “Cristo mismo mostró que abstenerse de matar animales y destruir plantas es el colmo de la superstición, pues juzgando que no había derechos comunes entre nosotros y los animales y las plantas envió a los demonios a una manada de cerdos y maldijo la higuera que no daba fruto”. ¡La piara de cerdos de que les hablé arriba!

La caridad, sostenía Tomás de Aquino, no se extiende a los irracionales por tres razones: una, “porque no son competentes propiamente hablando para poseer el bien, siendo éste exclusivo de las criaturas racionales”; dos, porque no tenemos comunidad de afectos con ellos; y tres, porque la caridad se basa en la comunión de la felicidad eterna que los irracionales no pueden alcanzar. Con razón a mediados del siglo XIX Pío Nono, el infalible, impidió que se fundara en Roma una Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Animales arguyendo que eso significaría que los seres humanos tienen obligaciones para con ellos. ¡Ah par de malnacidos! El alma, cabrones, es un epifenómeno de la materia, una entelequia perecedera, humo del cerebro que dura lo que duran las conexiones nerviosas que lo producen y que después, cuando nos muramos, se han de tragar los gusanos o las llamas. 

 

Desde mi infancia en que los pollos andaban libres por el campo hasta el día de hoy en que viven, sufren y mueren encerrados en sus minúsculas jaulas, la desdicha de la mayoría de los animales de la tierra ha ido en aumento. La forma en que sus torturadores la han acrecentado en las fábricas de animales y en los laboratorios que experimentan con ellos raya en la insania. Lo que pasó con los pollos se extendió en Estados Unidos y Europa a los pavos, los cerdos, los terneros y las vacas: la producción masiva de estos pobres animales en las estrechas baterías de las fábricas de carne donde les han ido reduciendo el espacio hasta casi inmovilizarlos. Basadas en la racionalización extremada de la producción que inventó Henry Ford para los carros, estas fábricas de animales tienen la gran ventaja sobre las otras de que pueden prescindir de los obreros, que exigen, amenazan y hacen huelgas y chantajean con los sindicatos. No, los que fabrican ahora el producto son almas: almas despreciables y perecederas de las que según Tomás de Aquino y Pío Nono no tienen derecho al cielo. ¡Pero qué digo al cielo! Los nuevos Henry Ford de las fábricas de carne han llevado su eficiencia industrial hasta el delirio de una pesadilla alucinante para los pobres, inocentes, indefensos animales, que ya no tienen ni siquiera el derecho a la luz del sol y al mínimo espacio que les permita darse vuelta en sus lóbregos calabozos. Hoy en Estados Unidos se están produciendo y masacrando al año por este sistema de producción desalmada 50 millones de vacas, terneros y cerdos, 200 millones de pavos y 6.000 millones de pollos para que los dueños de los Burger King, los McDonald’s y los Wendy’s inflen sus bolsas y los comedores de carne, negros y blancos, cristianos y musulmanes, tengan carburante para sus almas inmortales.

 

Me niego a describir el horror de los mataderos o los sufrimientos a que son sometidos los miles de millones de animales enjaulados y torturados en las granjas-fábricas de Estados Unidos, Japón y Europa y en los laboratorios y escuelas donde se experimenta con ellos y se les practica la vivisección con el pretexto de la ciencia aunque en realidad por los motivos más baladíes e inmorales, en busca de becas, honores, cátedras y premios, y repitiendo a menudo experimentos que ya se hicieron y se reportaron con fines tan injustificables como la comprobación de un nuevo producto industrial o un cosmético. Según un análisis bursátil, el Charles River Breeding Laboratory, compañía al servicio de los laboratorios norteamericanos, produce ella sola al año22 millones de animales para la experimentación.

 

Este país que se las da de justiciero ha permitido que durante años sus matarifes de bata blanca, que acumulan títulos y doctorados a costa del dinero público, les hayan venido inyectando el virus del sida a los chimpancés con el cuento de que por ese camino van a producir una vacuna para salvar humanos. ¡Ay, tan desprendidos ellos, tan generosos! Dios, si es que existe y si es que ve, bien sabe que mienten. Detrás de lo que van estos avorazados es de más becas y del premio Nobel. Hoy por hoy no quedan ni diez mil chimpancés en el planeta; maricas, en cambio, hay como 600 millones, sin incluir salesianos, escolapios, jesuitas, legionarios de Cristo, hermanos cristianos y tartufos del Opus Dei. En la medida en que un animal se parezca a nosotros no podemos experimentar con él. Y en la medida en que no se parece, ¿para qué experimentamos si no sirve? Existe entre los animales una jerarquía del dolor que no vieron Moisés, Cristo y Mahoma, y que es la misma de la complejidad de sus sistemas nerviosos. En proporción a esa complejidad de los sistemas nerviosos, que es de donde resulta la capacidad, mayor o menor, de sentir el dolor, que es parte del alma, debemos respetar a los animales. Por las coincidencias genéticas, fisiológicas, neurológicas, psicológicas, sociológicas y de todo orden que tienen nosotros no podemos experimentar con los chimpancés. Y no podemos experimentar con los perros porque además de las coincidencias biológicas, hace más de cien mil años hicimos un pacto de solidaridad con ellos para ayudarnos. Ese pacto no lo podemos violar, si es que creemos que debe existir eso que llamamos moral o ética. A las mezquitas no entran los perros ni los perros cristianos, ya lo sé; el buen musulmán les cierra el paso. Dicen que son sucios. ¡Ay, tan limpiecitos ellos! A lo mejor Bin Laden es un espíritu glorioso, del octavo coro, con cuatro pares de alas y sin piojos, como Gabriel.

 

Después de dos mil quinientos años de mentira obtusa seguimos haciéndonos los tontos con el viejo cuento que fraguaron los escribas de Yavé cuando pergeñaban el Génesis, de que el viejo ese rabioso de arriba creó el mundo en seis días y que en el quinto y el sexto, antes de sentarse a descansar y a rascarse las pelotas, creó a los animales para el servicio del hombre. “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza —dijo Yavé—. Que tenga autoridad sobre los peces del mar y las aves del cielo, sobre los animales del campo, las fieras salvajes y los reptiles que se arrastran por el suelo” (Génesis 1, 26). Si de veras así fuera, a su imagen y semejanza, entonces Dios sería una bestia lujuriosa, excretora y mala. Pero no. Dios no existe. Dios es una entelequia viciosa, monstruosa, un engendro de la mente podrida del hombre. Los animales se fueron formando solos, y nosotros con ellos, desde la primera célula de nuestro común origen con que empieza la tremenda y dolorosa aventura de la vida.

 

Yo nací en la religión de Cristo, con la venda en los ojos. En la religión de quien no tuvo una sola palabra de amor para los animales. En vano la buscarán en los Evangelios, que tanto predican en este país de vivos tantos vivos que viven de ellos. Y sin embargo Cristo nació entre animales: en un pesebre, flanqueado por una mula y un buey. Y el Domingo de Ramos entró en triunfo a Jerusalén montado en un borriquito. Pero no quiso a la mula ni al buey ni al borriquito, no le dio el alma para ello.

 

Sí, yo nací en la religión de Cristo y en ella me bautizaron y educaron pero en ella no me pienso morir. Me muero en la impenitencia final, maldiciendo de Dios y sus lacayos y bendiciendo a mi señor Satanás que me espera abajo, en tierra caliente. En tanto, mientras me llega la hora, trabajo en mi obra máxima, Los crímenes del cristianismo, una enciclopedia en veinte volúmenes que me está dictando Dios a través de un ángel hembra, Lucía, y en la que levanto el imponente inventario de los papas, sus iniquidades y bellaquerías. Y de paso, por joder, me he inventado una nueva religión con dos preceptos espléndidos, que hacen papilla el verborreico decálogo de Moisés: uno, no te reproducirás; y dos, respetarás a los animales, tu prójimo. El primero me lo sugirió Cristo, que en eso por lo menos obró bien y no le dio nietecitos a su papá el Padre Eterno; y el otro lo tomé de Mahavira y sus jainistas que fundaron los primeros refugios de animales. Y aquí estoy, aquí me tienen, desmemoriado pero lúcido, esperando el día del juicio en que suene la trompeta.

 Edición N° 70

N° 70

Mayo - Junio de 2006

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“La innovación agita el mar de las certezas y genera incertidumbre allí donde la tradición anclaba sus principios.”
(De viajes, viajeros y laberintos, Juan Francisco Aguilar, 1998)
 
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