Emil Michel Cioran
Si todos los que hemos matado con el pensamiento desparecieran de verdad, la tierra no tendría ya habitantes. Llevamos en nosotros un verdugo reticente, un criminal irrealizado. Y los que no tienen la audacia de confesarse sus tendencias homicidas, asesinan en sueños, pueblan de cadáveres sus pesadillas.
La efervescencia de los corazones ha provocado desastres que ningún demonio se hubiera atrevido a concebir. En cuanto veáis un espíritu inflamado, podéis estar seguros de que acabaréis por ser víctimas suyas. Los que cree en su verdad -los únicos de los que la memoria de los hombres deja huella- dejan tras ellos el suelo sembrado de cadáveres. Las religiones cuentan en su balance más crímenes de los que tienen en su activo las más sangrientas tiranías y aquellos a quienes la humanidad ha divinizado superan de lejos a los asesinos más concienzudos en su sed de sangre.
Me gustaría que un demonio planease una conspiración contra el hombre: me aliaría con él. Cansado de debatirme con los funerales de mis deseos, tendría por fin un pretexto ideal, pues el Hastío es el martirio de los que ni viven ni mueren por ninguna creencia.
¡Rebajarse ante esos macacos encorbatados, suertudos, infatuados!; ¡estar a merced de esas caricaturas, indignas hasta de desprecio! La vergüenza de tener que solicitar algo, sea lo que sea, excita el deseo de aniquilar este planeta, con sus jerarquías y las degradaciones que comporta. La sociedad no es un mal sino un desastre; ¡qué estúpido milagro que pueda vivirse en ella! Cuando se la contempla entre la rabia y la indiferencia, se hace inexplicable que nadie haya sido capaz de demoler su edificio, que no haya habido hasta ahora gentes de bien, desesperadas y decentes, para arrasarla y borrar sus huellas.
En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado… Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas. Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si se rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo.
Perdéis el tiempo insistiendo. Yo también he mirado hacia el cielo, pero no he visto nada. Renunciad a convencerme: si alguna vez he logrado encontrar a Dios por deducción, nunca lo encontré en mi corazón: y si lo encontrase, no podría seguiros en vuestro camino o en vuestras muecas, aún menos en esos ballets que son vuestros maitines o vuestras completas. Nada supera las delicias del ocio: aunque llegase el fin del mundo, no dejaría yo mi cama a una hora indebida: ¿cómo iba a correr entonces en plena noche a inmolar mi sueño en el altar de lo Incierto? Incluso si la gracia me obnubilase y los éxtasis me estremeciesen sin tregua, unos cuantos sarcasmos bastarían para distraerme. ¡Oh, no, ya veis, temo carcajearme en mis oraciones, y condenarme así más por la fe que por la incredulidad! Ahorradme un aumento de esfuerzo: de todos modos, mis hombros están demasiado cansados para sostener el cielo.